UN PAÍS EN TRÁNSITO

En los años treinta y cuarenta del siglo XX, el Perú vivió un periodo de crisis, desaceleración y reconfiguración. Salvo por un breve periodo, la élite oligárquica mantuvo el poder a través de una serie de gobiernos autoritarios, prestos a acallar cualquier voz crítica que amenazara el statu quo. La mano de obra rural, fundamentalmente andina, había aumentado desde hacía varias décadas. La limitada oferta de tierras y recursos vinculados impulsó a miles de campesinos a migrar, de forma eventual o permanente, hacia centros urbanos. Este fenómeno social, por momentos imperceptible, se hizo evidente en el censo de 1940: el 35% de los peruanos ya vivía en las ciudades y más de medio millón de personas residían en Lima. El rostro del país había empezado a cambiar (Contreras & Cueto, 2000; Rossel, 2015).

Estos procesos, sumados a la influencia de las culturas estadounidense y europea, afectaron profundamente la vida de las mujeres limeñas de estrato medio y medio alto. El crecimiento urbano y una cierta expansión educativa les abrió las puertas del trabajo y la escuela: para 1940, cincuenta mil mujeres habían logrado acabar la secundaria y más de nueve mil la secundaria comercial (Barrig, 2017). Las restricciones sociales y morales empezaron a aflojarse: las que podían, abrían negocios y manejaban automóviles. Las mujeres de sectores altos empezaron a participar activamente en labores filantrópicas y asistenciales.  En 1933, tras una larga lucha, el Congreso Constituyente aprobó el voto femenino para las elecciones municipales (Salazar Herrera, 2001).

Sin embargo, los cambios introducidos por la primera modernización iban más rápido de lo que la sociedad limeña podía tolerar. En los debates sobre el sufragio aún dominaba la idea de que las mujeres eran seres emocionales, ignorantes, inmaduros, dependientes y fácilmente manipulables (MIMDES, 2009). El voto municipal femenino, obtenido en 1933, excluía a las mujeres analfabetas. En el plano educacional, sólo cinco mil mujeres habían completado la educación superior en 1940 (Barrig, 2017). La Constitución de 1933 dictó la inevitabilidad del matrimonio: el marido era el director de la sociedad conyugal, y la mujer la encargada de la atención del hogar y la crianza de los hijos. Las mujeres sólo podían trabajar con el consentimiento del esposo o el fallo de un juez, en tareas ‘acordes a las peculiaridades de su sexo’, siempre y cuando no expusieran su buen nombre y reputación, y no se distrajeran de sus deberes domésticos. El divorcio, legal desde 1936, era aún considerado un estigma y una amenaza al orden natural de las cosas (Barrig, 2017).

UNA INDUSTRIA SIN MUJERES

La segunda mitad de los años treinta fue la época de oro del cine sonoro peruano. Entre 1936 y 1939, una serie de empresas se trazaron el objetivo de crear un cine propio, de carácter industrial, construyendo grandes estudios y laboratorios, y estrenando cerca de veinte largometrajes. Sin embargo, la precariedad de la tecnología, el insuficiente capital, la desprotección frente al cine extranjero y el racionamiento de celuloide llevaron a estas empresas a la quiebra. En clara continuidad con sus orígenes, el quehacer cinematográfico volvió a decantarse hacia la producción esporádica de largometrajes, noticiarios gubernamentales y documentales por encargo (Bedoya, 2016; León Frías, 2014).

Como en la mayoría de los sistemas de producción cinematográfica industrial de la época, la presencia de las mujeres fue ínfima durante estos años. Entre 1930 y 1949, apenas tres mujeres, en comparación a más de ciento ochenta hombres, se desempeñaron como jefas de área detrás de cámaras. Sólo una trabajó en más de una película: ‘Mocha’ Graña.  

Rosa Angélica ‘Mocha’ Graña nació en el seno de una familia prominente, con un marcado interés por la filantropía, el arte y la cultura. A los veinte años, fue testigo privilegiado del estreno del largometraje mudo La Perricholi (1928), producido por su padre y amigos de la familia. Autodidacta e independiente, Mocha logró evadir la obligación matrimonial y materializar sus inquietudes artísticas a través de su trabajo en la Asociación de Artistas Aficionados. Responsable de vestuario del largometraje La Lunareja (1948), fue la única mujer de este primer periodo del cine sonoro que siguió trabajando hasta entrados los años ochenta. 

Aunque la mayor parte del cine de esos años se concentraba en Lima,  el fotógrafo y cineasta Antonio Wong Rengifo realizó una interesante producción en la ciudad de Iquitos, al margen de los circuitos de la capital. Junto a él trabajaba su esposa Juana Ferreira. Según su bisnieto, el fotógrafo Antonio Wong Wesche, Juana se encargaba de las empresas familiares y del cuidado del hijo de la pareja para que su esposo pudiera filmar. “Ella era su columna vertebral. Sin Juana, Antonio no hubiera podido hacer nada” (A. Wong Wesche, comunicación personal, agosto 2021).

UNA NUEVA EUFORIA MODERNIZANTE

En las décadas del cincuenta y sesenta tuvo lugar un segundo periodo de modernización, también liderado por capitales privados. La expansión del capitalismo internacional tras la Segunda Guerra Mundial impulsó una ola de inversión e innovación en el sector agroextractivo y en la industria (Rossel, 2015). Las migraciones se intensificaron, y el Perú se fue volviendo un país crecientemente costeño y urbano. El mercado interno creció, así como la urgente necesidad de atenderlo. Para 1961, habitaban en Lima dos millones de personas (Contreras & Cueto, 2000).

Esta ola modernizante significó la irrupción de las mujeres en el mercado laboral: entre 1961 y 1981 la PEA femenina creció en un 70% (Guardia, 2002).  El trabajo fuera de casa empezó a perder su carácter vergonzante, y la independencia económica de la mujer comenzó a vislumbrarse como un objetivo deseable y una posibilidad de liberación (Barrig, 2017). Se fundaron escuelas, círculos y sociedades femeninas, y las mujeres empezaron a ocupar puestos de responsabilidad, tradicionalmente reservados para varones, en campos como el periodismo, el cuerpo diplomático, la investigación y la cátedra (Salazar Herrera, 2001). En el discurrir de estas dos décadas, el Congreso aprobó el sufragio femenino para las elecciones generales, la matrícula escolar femenina comenzó a crecer a un ritmo anual de 8%, se introdujo la píldora anticonceptiva y nuevos libros y lecturas sobre la liberación femenina empezaron a circular entre las mujeres de clase media (Barrig, 2017). 

PREPARANDO EL CAMINO

La producción cinematográfica peruana de los años cincuenta siguió siendo escasa y poco relevante, limitándose a noticieros gubernamentales, comerciales para la televisión, y producciones extranjeras, que utilizaban los paisajes naturales y las construcciones prehispánicas como escenario exótico y pintoresco. El único esfuerzo por desarrollar una producción fuera de la capital fue la Escuela de Cine del Cusco, un movimiento de intelectuales y profesionales cusqueños que buscaba incorporar el universo andino al cine peruano (Bedoya, 2009; León Frías, 2014).

En los años sesenta el panorama pareció animarse: la Escuela del Cusco produjo dos largometrajes, un mayor número de productores argentinos y mexicanos aprovecharon la exoneración de impuestos para filmar en el Perú, y se hicieron películas para las estrellas de la televisión. La comunidad cinematográfica creció, pero la participación de las mujeres siguió siendo minoritaria. Entre 1950 y 1972, alrededor de veintisiete mujeres trabajaron detrás de cámaras, frente a aproximadamente cuatrocientos hombres. La gran mayoría eran productoras, maquilladoras, vestuaristas y responsables de continuidad (scripts), que formaban parte del equipo de producciones extranjeras que solo filmaron una película en el Perú. Apenas tres fueron jefas de área en más de una película filmada en nuestro país. 

Una de ellas fue la cineasta y artista argentina María Ester Palant (1932-2020). Desde Stefanía Socha (1898-1958) ninguna directora de cine extranjera se había establecido en el Perú. En los siguientes años, María Esther dirigiría veinte cortometrajes documentales vinculados al arte popular y las artes plásticas, colaborando con el guión, producción y dirección de arte de los proyectos de su esposo, el cineasta argentino Oscar Kantor, y los de su hija Silvia Kantor (1953). 

Cuando el director Armando Robles Godoy realizó una nueva convocatoria para su Taller de Cinematografía en 1967, una joven Nora de Izcue (1934) no dudó en inscribirse. Acabando el taller, Nora trabajaría como productora asociada y asistente de dirección de La Muralla Verde (1970) y dirigiría el documental sobre la filmación de la película. En las siguientes décadas, Nora se convertiría en una prolífica documentalista y en la primera peruana en dirigir un largometraje, El Viento del Ayahuasca (1982). 

En el rodaje de La Muralla Verde participaron también dos jóvenes argentinas: Francis Lay, encargada de continuidad, y Alicia Vázquez (1944-2020), jefa de vestuario. Francis trabajaría como script y asistente de dirección hasta su muerte en 1980. Alicia sería directora, script y productora de arte de diversos proyectos cinematográficos, documentales y de ficción, antes de entrar a trabajar en la televisión como editora periodística.

Al igual que en el periodo del cine mudo, las mujeres que hicieron cine durante las primeras cuatro décadas del cine sonoro peruano fueron la excepción, no la regla. Los todavía rígidos roles tradicionales de género imperantes en la sociedad limeña las excluían de la actividad cinematográfica, o las inducían a trabajar en roles percibidos como una prolongación de las labores domésticas: el vestuario, el maquillaje, la dirección de arte y la producción. Todas, sin embargo, desarrollaron un espíritu rebelde e independiente, gracias a experiencias excepcionales de socialización, y, en algunos casos, a privilegios étnicos y de clase.

Para finales de los años sesenta, se hicieron evidentes las deficiencias y limitaciones de esta segunda modernización. A las luchas y demandas de millones de migrantes, movilizaciones campesinas y protestas sindicales, se añadió una profunda crisis económica y un extendido malestar político y social (Contreras & Cueto, 2000; Rossel, 2015). En 1968, el gobierno militar nacionalista de Juan Velasco Alvarado inició una serie de reformas que alterarían, en mayor o menor medida, las estructuras de la sociedad peruana. Una de ellas sería la promulgación de la Ley de Cine 19327 en 1972, el marco legal que cambiaría el quehacer cinematográfico de manera radical, y con él, la participación de las mujeres.

“Mocha” Graña

María Esther Palant

Nora de Izcue

Alicia Vázquez

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