LAS MUJERES Y LA CIUDAD

Cuando el cinematógrafo llegó al Perú en 1897, Lima era una ciudad tranquila, de apenas ciento cincuenta mil habitantes y cierto aire virreinal. Los sectores acomodados vivían en las zonas centrales, y los barrios populares se encontraban algo lejos de la ciudad (Carbone, 1991). Los eventos sociales principales tenían lugar en espacios privados: el club, el hipódromo, la parroquia y el teatro. Hasta la política se resolvía a puertas cerradas, no en las calles. El espacio público era, en sí mismo, poco relevante (Mannarelli, 1999).

En este universo de tradición y quietud, los hombres y las mujeres de las familias ‘decentes’ vivían bajo ideales y roles de género marcadamente tradicionales. El ideal masculino era el pater o patriarca, hombre de holgada posición económica, dueño y señor de su casa, y habitante natural del espacio público. El ideal femenino jugaba en pared: la mujer debía ser virtuosa, paciente y de buen carácter, y su lugar natural, biológicamente determinado, era el espacio doméstico.  La educación de las mujeres, a diferencia de la de los hombres, se limitaba a la instrucción primaria, y apuntaba a prepararlas para ser buenas esposas y, en menor medida, madres. Su presencia y exposición en los espacios públicos amenazaban el honor de los hombres de su núcleo familiar. La Constitución entonces vigente daba a estos roles de género carácter de ley, negando a las mujeres el derecho al sufragio y a ejercer cargos públicos, relegándolas a la esfera de lo doméstico, la subordinación y la dependencia (Mannarelli, 1999, 2018).

Sin embargo, durante la República Aristocrática (1899-1919) y el Oncenio de Leguía (1919-1929), el Perú sufrió una serie de procesos de modernización que afectaron las actividades de la ciudad, y empezaron a plantear tensiones a estos ideales de género. Se construyeron y expandieron pistas, alamedas, malecones y plazas. Se introdujo y difundió el uso del automóvil y se instalaron servicios de agua potable y luz eléctrica. Nació un nuevo tipo de espacio público, la calle moderna, que puso en vigencia nuevas normas y comportamientos.  Para las mujeres de extracción alta y media, este nuevo espacio generaba encanto y atracción. Empezaron a visitar tiendas, a pasear por el Jirón de la Unión, a ver y dejarse ver.  Para las mujeres de estratos bajos fue la oportunidad de trabajar fuera del hogar, principalmente en casas de moda y talleres de costura.  Aunque de manera limitada, todas ellas empezaron a vivir experiencias bastante alejadas del cuidado del hogar y la maternidad. (Guardia, 2002; Mannarelli, 1999). De manera paralela, una nueva generación de intelectuales ilustradas, las primeras feministas del siglo XX, abogaba por el derecho de las mujeres a la educación, al trabajo en cargos públicos y al sufragio.

Estos cambios no fueron bien recibidos por diversos sectores de la sociedad limeña. Las mujeres que se aventuraban a salir a la calle solas se exponían a la mala reputación y al acoso desmedido, recibiendo insultos y amenazas (Mannarelli, 1999). Para intelectuales como Alejandro Deustua, la ausencia de las mujeres en el hogar auguraba la desintegración de la familia. En los sectores obreros, el ideario sindical las limitaba a cuidar del marido y los hijos, ya que el hogar era el único lugar desde el que podían contribuir a construir una nueva sociedad (Guardia, 2002). En 1920, el debate sobre el sufragio femenino en el Congreso concluyó que la mujer “no estaba preparada para asumir un compromiso de esa naturaleza” (MIMDES, 2009, p. 32).

Para la mayor parte de la sociedad de aquel entonces, la modernización era deseable, siempre y cuando no cuestionara el modelo tradicional y hegemónico de familia, los roles de género imperantes y las nociones claramente diferenciadas y excluyentes de lo doméstico y lo público (Guardia, 2002; Mannarelli, 2004).

Pero los vientos del cambio ya habían empezado a soplar, y aunque faltaba mucho para que calaran en la cultura y el sentido común, empezaron a manifestarse en todas las dimensiones de la vida social, incluyendo el quehacer cinematográfico. 

Las mujeres estuvieron presentes en la primera proyección cinematográfica en 1897, y a desde entonces no dejaron de asistir. Su presencia solía generar expectativa, sirviendo incluso de ‘gancho’ publicitario para atraer espectadores (Carbone, 1991). El cine representaba la posibilidad de aprender y reproducir actitudes y comportamientos modernos, y la oscuridad de la sala facilitaba los rituales del coqueteo y la seducción. No en vano los sectores más conservadores de Lima llegaron a considerar al cine como una amenaza a la virtud femenina, restringiendo o impidiendo la proyección de películas que desafiaban los códigos morales hegemónicos, exacerbaban las emociones, o cuestionaban los ideales de género.

Muchas actrices peruanas participaron delante de cámaras desde las primeras décadas del siglo XX:  Teresita Arce o Carmen Montoya fueron célebres protagonistas de nuestras primeras producciones de ficción. Pero detrás de cámaras, la historia fue muy distinta.

Debido a la falta de capital y recursos técnicos, la producción cinematográfica de entonces favorecía en el género informativo, y el registro de paisajes, viajes y eventos, como inauguraciones, funerales y salidas de misa. Sólo a partir de 1913 se empezaron a elaborar los primeros cortometrajes de ficción. La ausencia de sonido facilitaba el trabajo, y las labores de producción, dirección y cámara podían llevarse a cabo con un personal mínimo. Según las fichas técnicas de las películas producidas entre 1899 y 1930, la comunidad cinematográfica de entonces se reducía a un poco más de cincuenta personas.

Sin embargo, pese a su sencillez, el trabajo cinematográfico excedía con creces lo que a las mujeres les estaba permitido hacer.  Durante los treinta años de cine mudo en el Perú, sólo tres pudieron trabajar detrás de cámaras: dos como autoras de argumentos y una en el rol de dirección. Ninguna participó en un cargo técnico.

La primera fue una escritora de veinticuatro años con un claro talento para la comedia, María Isabel Sánchez-Concha. Su padre, un médico prominente, había incentivado en ella el amor por el arte y la literatura. Cuando la Compañía Internacional Cinematográfica, una empresa de producción y exhibición local, le pidió escribir el argumento de una comedia, María Isabel ya era conocida en el ambiente artístico y literario por sus escritos, sus tertulias, y su agudo sentido del humor. En 1913, escribió y actuó en Del manicomio al matrimonio, el segundo cortometraje de ficción realizado en el Perú.

El estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914, el encarecimiento de los insumos cinematográficos y la inflación detuvieron la producción cinematográfica por varios años. Cuando acabó el conflicto, los largometrajes de Hollywood dominaban la cartelera local (Bedoya, 2016), y un significativo número de aficionados, directores y técnicos se lanzaron a crear sus propias compañías de producción y tentar la aventura del largometraje de ficción. 

Entre ellos se encontraba la única directora de ese periodo, la actriz polaca Stefanía Socha. Nacida en el seno de una familia de artistas, Stefanía llegó al Perú en 1926. Al poco tiempo fundó una productora cinematográfica y una academia de actuación para cine. Con el apoyo creativo y logístico de sus alumnos, y un equipo técnico de primer nivel, dirigió su primer y único largometraje, Los abismos de la vida (1929) que permaneció dos semanas en cines de estreno y varios meses en salas periféricas, incluyendo provincias.  

El éxito de esta película dio inicio a un breve boom del cine mudo peruano, con nueve largometrajes estrenados en los siguientes quince meses (Núñez del Pozo & Lucioni, n.d.). Entre ellos se encontraba El Carnaval del Amor (1930), comedia escrita por la destacada periodista Ángela Ramos. Nacida en el Callao, Ángela manifestó desde muy joven un espíritu rebelde y contestatario. Cuando Pedro Sambarino, realizador italiano afincado en el Perú, la convocó a participar en su primer largometraje, ella ya era una reconocida periodista y dramaturga, con dos exitosas comedias de teatro en su haber (Carbone, 1991). El Carnaval del Amor se estrenó en el Teatro Municipal tres años después de su rodaje, recibiendo muy buenas críticas de la prensa (Bedoya, 2016).

Que las dos limeñas que participaron detrás de cámaras fueran una escritora y una periodista dice mucho de la sociedad de esa época. María Isabel Sánchez-Concha formaba parte de una tradición de mujeres ilustradas que podían leer, discutir y promover sus escritos e ideas en espacios privados –veladas, clubes y sociedades – sin temor a la burla, el escarnio o la agresión. De otro lado, el periodismo no exigía formación superior, por lo que mujeres como Ángela Ramos podían ser contratadas e incluso llegar a ‘imponer su firma’ (Fell, 1999). 

Pero que sólo una extranjera pudiera dirigir una película nos dice mucho también de las categorías raciales imperantes. En un intento por redefinir su posición de privilegio, las clases dominantes habían reformulado las jerarquías raciales coloniales de acuerdo con las ideas del ‘racismo científico’, muy en boga en ese entonces. Bajo este paradigma, la inmigración de personas extranjeras de ‘raza blanca’ era vista como positiva, ya que contribuía a ‘blanquear’ y, por tanto, ‘mejorar’, la sociedad. Estas ideas, sumadas a una experiencia diferente de socialización, dotaron a Stefanía Socha de una libertad de acción impensable para una mujer limeña. 

El crack de Wall Street de 1929, la caída del gobierno de Augusto B. Leguía y la crisis política y económica subsiguiente, sumados a la llegada del cine sonoro, marcaron el fin del breve boom del cine mudo peruano. Pasarían cuatro años para que volvieran a filmarse películas en el Perú, y dieciséis para que una mujer volviera a trabajar detrás de cámaras.

María Isabel Sánchez-Concha

Stefanía Socha

Ángela Ramos

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