UN MODELO DINÁMICO Y DESIGUAL

A partir de 1990, el régimen de Alberto Fujimori impuso un nuevo proyecto de modernización de carácter neoliberal, que buscaba insertar al Perú en la economía global. Siguiendo el patrón internacional de ‘ajuste estructural’, se privatizaron las empresas públicas, se asignó al Estado un rol subsidiario al mercado y se aplicó un modelo exportador de materias primas y servicios, así como de importación de bienes de capital y de consumo, basado en la inversión del capital extranjero.  

Con el boom de los precios de las materias primas y el auge de la economía china, el PBI del país se incrementó de manera notable desde comienzos del siglo hasta el 2014.

Se crearon veinticinco gobiernos regionales usando la estructura anterior de departamentos, pero la capital siguió fijando sus presupuestos y reglas de gasto (Contreras & Zuloaga, 2014; Cosamalón & Durand, 2022; INEI, 2017).

El modelo neoliberal también introdujo nociones del mundo empresarial en múltiples esferas de lo público y lo privado, alterando profundamente la vida social, la cultura y las relaciones entre los géneros. La educación, elemento clave para el ascenso social y el progreso individual y familiar, se convirtió también en una poderosa alternativa a la dependencia económica y las relaciones de género opresivas (Ames, 2013). Para fines de la segunda década del siglo XXI, el Perú llegó a tener, por primera vez en su historia, paridad de género en la educación inicial y primaria. Ya en el 2014, el número de egresadas universitarias y con estudios de postgrado superaba al de los hombres (Cosamalón & Durand, 2022; INEI, 2017). 

La expansión educativa, la influencia de la cultura global, el uso extendido de métodos anticonceptivos, y la aparición de nuevos feminismos y activismos, generaron en muchas mujeres de los estratos medios una mayor conciencia de la identidad individual, una mirada más crítica de los mandatos heteronormativos hegemónicos, y una mayor autonomía para decidir sus proyectos de vida.  Aunque siguió siendo un hito importante, la maternidad dejó de ser el centro de la identidad femenina (Cosamalón & Durand, 2022; INEI, 2017; Muñoz & Barrientos, 2019).

Pero el modelo neoliberal conllevó también una alta concentración de la riqueza y del empleo, con cerca de dos tercios de la fuerza laboral en el sector de baja productividad o en la informalidad (Infante et al., 2014; Távara et al., 2014). Como en muchas regiones del mundo, la precarización laboral se acentuó, imponiéndose un régimen de bajos salarios (Standing, 2011). De manera paralela, la desregulación ambiental y la inseguridad jurídica de las tierras comunales contribuyeron a multiplicar los conflictos socio ambientales, documentados por la Defensoría del Pueblo, mientras diversos escándalos de corrupción alcanzaban a diferentes esferas del Estado y a algunos grupos del empresariado, y crecía la economía ilegal (Monroe, Lima)

Las inequidades del modelo afectaron a las mujeres de las clases medias de manera particular. Las responsabilidades de crianza y las labores domésticas continuaron recayendo sobre ellas en gran medida, obligándolas a trabajar por partida doble, a depender de ayuda externa (por lo general femenina) o a dejar de trabajar (Cieza Guevara, 2019). El nivel de profesionalización creció, pero también la genderización del trabajo, con especialidades claramente masculinizadas (administración, ingenierías, medicina), que siguieron siendo las mejor pagadas y las que gozaban de mayor prestigio. Para el 2017, las mujeres ocupaban más del 60% de la PEA, pero ganaban un tercio menos que sus pares varones (Cosamalón & Durand, 2022; INEI, 2017).

De forma paralela, la violencia de género, que había estado presente a lo largo del siglo XX, creció hasta llegar a niveles de pesadilla. En 1999, se presentaron casi treinta mil denuncias por agresión y violencia familiar; diecinueve años más tarde, ese número se había elevado a más de doscientos mil. Entre el 2015 y el 2019, se reportaron 619 feminicidios: tres cada diez días. El récord se rompió el último año de la década, con una tasa de 0,9 feminicidios por cada 100 mil mujeres (CNN, 2019; Cosamalón & Durand, 2022; INEI, 2021).   

EL BOOM CINEMATOGRÁFICO

La apertura del mercado y la derogatoria de la Ley de Cine 19327, en 1992, cambiaron radicalmente el panorama de la producción. Desprovistas de toda protección, las películas peruanas entraron a competir con la cartelera de Hollywood en un contexto de crisis y poca asistencia a salas.  Los noventa fueron años particularmente difíciles. En 1994 se promulgó la Ley 26370, que establecía un sistema anual de concursos y asignaba premios a proyectos cinematográficos según criterios de calidad y mérito. Sin ebargo, el sistema empezó a operar recién dos años más tarde, con muchas limitaciones, y con menos fondos que los estipulados por ley.

Con la llegada del nuevo siglo y la  dinamización de la economía, la producción empezó a animarse.  La aparición de equipos digitales que simplificaban procesos y disminuían costos de producción permitió a cineastas limeños y regionales desarrollar proyectos al margen del Estado. La creación del Ministerio de Cultura en el 2010 y, al interior del mismo, de una Dirección del Audiovisual, Fonografía y Nuevos Medios (DAFO), dotaron al sector, finalmente, de los recursos que estipulaba la ley, así como de mayor estabilidad e institucionalidad.  

De manera progresiva, los géneros y formatos cinematográficos se diversificaron, al igual que las fuentes de financiamiento y los canales de distribución. La expansión del consumo del cine de entretenimiento facilitó la realización de películas de grandes presupuestos, centradas en la explotación comercial. El cine hecho en regiones empezó a crecer, generando una producción diversa y sostenida en distintas ciudades del país. Se incrementó también el número de películas que acumulaban valor y prestigio en el circuito global de festivales, así como las que se negaban a insertarse en las dinámicas del mercado. 

En total, la producción cinematográfica de este periodo comprendió más de seiscientos sesenta largometrajes y ciento veinte mediometrajes de ficción y documental, además de cientos de cortometrajes, videos de cine comunitario, experimental, videoarte, etc. Por primera vez en nuestra historia, la producción dejó de estar concentrada en la capital: el 40% de estas películas se filmaron fuera de Lima. 

Sin embargo, y de manera similar a lo que ocurría en el país, este dinamismo se construyó sobre bases precarias y desiguales. La exhibición comercial, regulada por las leyes del libre mercado y dominada por los estrenos globales de Hollywood, privó a muchas películas peruanas de una exhibición digna en las salas de cine. El sistema de trabajo freelance, que predominaba en el sector, agudizó la precarización laboral. Los bajos presupuestos limitaron los periodos de desarrollo y preproducción, y los recursos para la distribución y exhibición de las películas. Siguiendo el patrón centralista nacional, el cine hecho en regiones fue poco difundido en los circuitos comerciales y culturales de Lima (Bustamante & Luna Victoria, 2017), ciudad que siguió concentrando la mayor parte de los recursos humanos, económicos y logísticos, así como los espacios de formación. 

728+ HACEN CINE

Conforme la producción cinematográfica creció, también lo hizo la participación de las mujeres y disidencias: en veintiséis años, más de setecientas veintiocho trabajaron en distintos roles y posiciones detrás de cámaras en producciones de mediometraje y largometraje, casi el doble de todas las que habían participado en las primeras nueve décadas del siglo XX.

Estas cineastas y cineastes forman el grupo más diverso de la historia del cine peruano.  Una fracción venía de trabajar bajo el sistema de la Ley 19327, y debieron adaptarse rápidamente a los nuevos modelos de producción. Una cuarta parte eran extranjeras que trabajaban en el Perú de manera eventual, o peruanas que habían desarrollado su carrera en el exterior. La gran mayoría había nacido poco antes o durante el Conflicto Armado Interno (1980-2000); sus familias pertenecían a las crecientes clases medias urbanas y eran migrantes de segunda, tercera o cuarta generación. 

Una socialización más laica y libre, el ejemplo de madres que trabajaban y la cultura de la globalización marcaron la adolescencia y juventud de estas nuevas generaciones. El interés de sus familias por su educación fue decisivo: todas completaron la secundaria y la gran mayoría accedió a algún tipo de educación superior. Muchas estudiaron comunicaciones en universidades e institutos públicos y privados, tanto en Lima como en regiones. Algunas lograron capacitarse en el extranjero, descubriendo otras cinematografías y modos de trabajo. Para algunas, sin embargo,  la educación superior  siguió sin ser una opción viable, o fue motivo de profunda confrontación familiar. En algunos hogares, los estudios superiores de las hijas seguían siendo percibidos como un factor que desestabilizaba los proyectos de progreso familiar y cuestionaba roles de género profundamente arraigados.  

De otro lado, el volumen y recurrencia de la producción cinematográfica facilitó el acceso al trabajo detrás de cámaras. La ausencia de una escuela de cine con especialidades más allá de la dirección llevó a la gran mayoría a aprender el oficio ‘en la cancha’, empezando como asistentes y ‘escalando’ progresivamente a posiciones de mayor responsabilidad. El crecimiento del cine de mediano y alto presupuesto las ayudó a decantarse hacia una cierta especialización, tanto técnica como creativa, y a ganar oficio y experiencia. Los circuitos de coproducción, talleres, laboratorios, mercados y festivales las conectaron a las redes locales y globales de cine.

La presencia creciente de directoras, posición asociada a la autoría y de mayor prestigio social, fue un hito muy importante. El 15% de las mujeres y disidencias que trabajaban en Lima llegaron a dirigir al menos un mediometraje o largometraje; en regiones, el número fue similar (18%). A nivel nacional, la dirección ocupó el tercer lugar de la participación femenina. Alrededor de dos tercios de los mediometrajes y largometrajes producidos en Lima y dirigidos por mujeres y disidencias fueron del género documental y cerca de un tercio del género de ficción – proporción que se mantuvo en gran medida en regiones. Muchas de estas películas lograron reconocimientos extraordinarios, tanto a nivel de taquilla como en espacios de la industria internacional.

‘SI ES MUJER, NO VA A PODER HACER LAS COSAS‘

Sin embargo, y pese a todos estos avances, la participación femenina siguió siendo minoritaria. Al igual que en las décadas de los setenta y ochenta, sólo una cuarta parte del total de personas que trabajaron detrás de cámaras fueron mujeres.  Entre 1996 y 2019, la proporción de largometrajes estrenados en Lima dirigidos por hombres y mujeres/disidencias que trabajaban en la capital fue de casi 7 a 1; en regiones, de 20 a 1 (Bustamante & Luna Victoria, 2017; Cinencuentro, n.d.). En el género documental, la participación masculina en las áreas de producción, dirección y personal técnico duplicó a la femenina/disidente; en el cine de ficción, la triplicó. 

Y es que los patrones de división sexual del trabajo, presentes en los años setenta y ochenta, continuaron vigentes en gran medida. Así, por ejemplo, en las últimas tres décadas, 24% de las jefas de área que trabajaban en Lima fueron productoras o jefas de producción, y 23% directoras de arte, maquilladoras o vestuaristas. En regiones, cerca del 23% fueron productoras o jefas de producción, y 33% directoras de arte o encargadas de maquillaje y/o vestuario. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurría en los años setenta y ochenta, la mayoría de estas productoras trabajaban de manera regular para directores distintos

De manera paralela, áreas técnicas como la dirección de fotografía, el sonido y la edición siguieron registrando una participación femenina/disidente sumamente reducida. Alrededor del 7% de las jefas de área que trabajaban en Lima se desempeñaron como directoras de fotografía, foquistas o jefas de iluminación; el 3% trabajó en sonido y el 2.5% en edición y post-producción. Estos porcentajes se repitieron de manera similar en regiones, salvo la edición, donde la presencia de mujeres/disidencias fue aún menor (0.8%).

El mundo de la dirección tampoco estuvo exento de desigualdades. Entre 1996 y 2019, las películas de autor dirigidas o codirigidas por mujeres y disidencias, estrenadas en festivales, salas comerciales o alternativas a nivel nacional, constituyeron apenas el 15%. Este porcentaje disminuyó a 3% en el caso de las películas de entretenimiento y de mayores presupuestos, estrenadas en festivales o salas comerciales (Bustamante & Luna Victoria, 2017; Cinencuentro, n.d.). 

Desalienta ver cómo muchos de los mecanismos que apuntaban a menospreciar la capacidad creativa, intelectual y de liderazgo de las mujeres a lo largo del siglo XX, se mantuvieron en vigor en el siglo siguiente. La gran mayoría de las cineastas entrevistadas para esta investigación recuerdan haber tenido que lidiar con algún estereotipo sexista tanto en espacios de formación como de producción, desde comentarios aparentemente inocuos o de ‘sentido común’ (‘las mujeres no tienen fuerza para cargar equipos’, ‘manejar equipos les es muy complicado) hasta las burlas y la descalificación (‘si es mujer no va a poder hacer las cosas‘). La persistencia y omnipresencia de estos estereotipos terminaban disuadiendo, dificultando o impidiendo su acceso y permanencia en los espacios de mayor presencia masculina.  

La menor presencia de directoras en películas de mayor presupuesto también responde en gran medida a estereotipos que asocian su trabajo a proyectos poco rentables, protagonizados por mujeres o dirigidos a un público femenino (McNary, 2020). Este fenómeno, muy común en otras cinematografías, significó en la práctica que la gran mayoría de mujeres y disidencias sólo podían dirigir si lograban obtener el financiamiento necesario para realizar sus propios proyectos, por lo general mediante fondos públicos o acuerdos de coproducción. De manera similar a lo que sucedía en otras esferas de la vida social, la independencia económica otorgaba a las mujeres y disidencias la autonomía necesaria para acceder a las posiciones de mayor prestigio y poder.

REBELDES Y VALIENTES, EN GRANDES DOSIS

Continuando con las tendencias de la sociedad peruana en su conjunto, la inequidad de género no se limitó a organizar la división sexual de trabajo. La brecha salarial y la doble carga de los hijos y el trabajo fueron dos problemas que afectaron profundamente a las mujeres y la comunidad LGBTIQ+ del sector cinematográfico (Reyna, 2021). Para la mayoría de las cineastas y cineastes entrevistadas menores de 35 años, estos factores, sumados a la incertidumbre de la producción freelance, influyeron en su decisión de postergar la maternidad de manera indefinida, llegando incluso a descartarla como proyecto de vida. 

La letal combinación de bajos salarios y la división sexual del trabajo permite explicar la escasa presencia de mujeres en cargos técnicos. El sistema freelance impulsa a los camarógrafos, sonidistas o editores a trabajar con sus propios equipos; que suelen ser de gama alta y costos relativamente prohibitivos. Con menos probabilidades de encontrar trabajo como técnicas, y ganando menos que sus pares masculinos, las mujeres y disidencias tuvieron menos posibilidades e incentivos para invertir en una cámara profesional o en un estudio de post producción.

Por otro lado, la precariedad e informalidad del medio y el carácter profundamente subjetivo y jerárquico del trabajo detrás de cámaras agudizaron las dinámicas de violencia de género. Esta investigación recogió testimonios que ilustran continuos actos de discriminación, abuso y maltrato, ejercidos contra mujeres y disidencias, y en particular contra las más jóvenes, con menos poder y capacidad de respuesta. Muchas confesaron haber tenido que cambiar su comportamiento y su forma de vestir y hablar, frente de sus compañeros varones, para evitar comentarios, burlas o atenciones no solicitadas. Otras recuerdan haber tenido que callar ante situaciones de maltrato y abuso, por miedo al despido. Una encuesta realizada a 110 mujeres y disidencias por la investigadora Fabiola Reyna (2021), reveló que el 41% había sufrido algún tipo de hostigamiento sexual, desde comentarios y bromas sexuales hasta forzamientos. Casi la mitad de este acoso se dirigió contra mujeres y disidencias entre 20 y 39 años.

En los últimos años, la influencia de nuevas formas de feminismo y activismo, los movimientos #MeToo y #NiUnaMenos, así como las denuncias de violencia de género en Hollywood y en otras cinematografías, generaron una serie de señalamientos y denuncias que permitieron visibilizar el alto nivel de violencia de género presente en el sector.  Aparecieron nuevas alianzas, colectivos y organizaciones, así como iniciativas del sector privado y público, que empezaron a cuestionar las estructuras patriarcales de la práctica cinematográfica, generando nuevos espacios de formación, producción y exhibición con un claro enfoque de género, y planteando protocolos y políticas para erradicar la violencia de género.

Para todas las cineastas y cineastes entrevistadas para este proyecto, hacer cine es un acto satisfactorio y liberador, una forma de expresión personal y de empoderamiento personal y colectivo. ¨Sin embargo, hacerlo en condiciones de paridad y equidad implica seguir luchando contra los mecanismos que dificultan o impiden su acceso y permanencia a la práctica cinematográfica, con grandes dosis de estrategia, persistencia, coraje y rebeldía.

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