REVOLUCIÓN, DEMOCRACIA Y BRUJAS

Tras el golpe de 1968, el autodenominado Gobierno Revolucionario de la Fuerza Armada, buscando reivindicar intereses nacionales, inició una nueva etapa de modernización liderada por el Estado. En los siguientes siete años, el aparato estatal adquirió mayor tamaño, autonomía y capacidad de acción, convirtiéndose en el más importante productor del país, y principal interlocutor con el capital extranjero (Yepes, 1992). En 1969 el régimen decretó una reforma agraria que liquidó el sistema de hacienda, la servidumbre indígena y la base fundamental del poder de las élites. Las migraciones continuaron, generando un contingente de mano de obra urbana que la economía moderna era incapaz de absorber. Para 1972, Lima era una urbe de 3,4 millones de habitantes y concentraba el 24% de la población del país (INEI, 2001).

Para muchas mujeres de estrato medio, los setenta fueron años de efervescencia y rebeldía, de búsqueda de nuevos ideales y formas de vivir. Una nueva ola del feminismo se cristalizó, influida por las reformas del régimen y el contexto internacional (Muñoz & Barrientos, 2019). Cada vez más mujeres participaban en el espacio público: para 1974, cincuenta mil alumnas estudiaban en la universidad. Las sucesivas crisis económicas habían ido empujando a muchas mujeres al mercado laboral, volviendo inviable el ideal de ama de casa y madre a tiempo completo (Fuller, 1993; Salazar Herrera, 2001). El estigma del divorcio empezaba a desaparecer: en 1977 se tramitaron cuatro mil divorcios en Lima, casi tres veces más que en 1960 (Barrig, 2017).

Sin embargo, las mujeres que trabajaban lo hacían por partida doble, agregando sus obligaciones de cuidado del hogar a sus responsabilidades laborales (Barrig, 2017). El apoyo de madres, hermanas, y empleadas domésticas aligeraba las labores de crianza y cuidado, pero también evitaba exigir la cooperación de los maridos (Fuller, 1993). Las mujeres de extracción media y alta ganaban la mitad que sus contrapartes masculinas, y muchas carreras acabaron supeditadas a los logros del cónyuge. La Iglesia y sectores conservadores de la política seguían preconizando la sujeción natural y divina de la esposa a la voluntad del marido, y defendiendo a la familia tradicional como la base del orden social. Cuando las organizaciones feministas protestaron contra la realización del concurso de Miss Universo de 1973, la prensa bautizó su iniciativa como “la rebelión de las brujas” (Muñoz & Barrientos, 2019).

LAS MUJERES Y LA CRISIS

Hacia finales de los setenta, confluyeron la crisis del modelo de crecimiento capitalista mundial, los límites y contradicciones de las reformas emprendidas, y la falta de articulación entre diversos sectores de la economía y la sociedad peruanas. Para entonces, el agotamiento del gobierno militar ya era evidente. La administración de Fernando Belaúnde (1980-1985) inauguró la década siguiente, iniciando un régimen democrático y tibiamente liberal, en medio de una crisis económica estructural, protestas sociales, el impacto de un Fenómeno del Niño fuerte y el inicio del Conflicto Armado Interno. El momento más álgido, sin embargo, llegaría hacia fines de los ochenta, durante la gestión aprista (1985-1990), donde la hiperinflación alcanzó máximos históricos, y el desempleo y la pobreza se elevaron a niveles críticos (Contreras & Cueto, 2000; Rossel, 2015). La violencia política asediaba al Estado y a la sociedad, mientras Lima seguía creciendo: hacia 1981, casi cinco millones de personas vivían en la capital (27% del país), y cerca de la cuarta parte lo hacía en condiciones de pobreza y precariedad (INEI, 2001).

Durante esta década durísima, la lucha de las mujeres fue una por la equidad, la sobrevivencia, y la defensa de los derechos humanos.  Un hito importante, consagrado en la Constitución de 1979, fue el sufragio que incorporaba a la población analfabeta. De otra parte, gracias a un mayor acceso a métodos anticonceptivos, las mujeres de estrato medio pudieron empezar a planificar sus recursos y su tiempo: la edad para el matrimonio aumentó y el número de hijos disminuyó. Sin embargo, la división sexual del trabajo al interior del hogar prevaleció. Con madres cada vez más ausentes de casa, las responsabilidades de crianza se transfirieron a otros miembros femeninos de la familia, al servicio doméstico, la escuela y los especialistas. 

La educación y el trabajo se volvieron vías claves para la realización personal, pero también espacios donde se reproducían la inequidad y la discriminación. A mediados de los ochenta, el 35% de los estudiantes universitarios eran mujeres, pero su participación se concentraba en profesiones asociadas al servicio, los afectos, la logística y el cuidado, que gozaban de menor prestigio y remuneración (Fuller, 1993; Salazar Herrera, 2001). 

+380 MUJERES EN VEINTE AÑOS

Como señalamos anteriormente, el gobierno de Juan Velasco Alvarado promulgó en 1972 el Decreto Ley 19327 con el objetivo de fomentar la industria cinematográfica nacional. Mediante la devolución de una parte del impuesto municipal que gravaba la entrada al cine, y la exhibición obligatoria de las películas aprobadas por una comisión reguladora, los productores podían recuperar la inversión realizada y obtener utilidades para realizar nuevos proyectos (Bedoya, 2009). 

Apenas la ley entró en vigor, la actividad cinematográfica cobró fuerza. Entre 1973 y 1992 se produjeron casi mil doscientos cortometrajes -entre documentales, ficciones y noticieros- y cerca de ochenta largometrajes. La exhibición obligatoria, no exenta de múltiples problemas e inconvenientes, permitía planificar proyectos con meses de anticipación. La producción ganó continuidad, complejidad y ambición, permitiendo a los y las cineastas acumular oficio y experiencia, así como decantarse hacia una cierta especialización. 

La participación de las mujeres detrás de cámaras alcanzó números nunca antes vistos: más de 380 mujeres trabajaron detrás de cámaras entre 1973 y 1992, y más de 110 llegaron a ser jefas de departamento o área en más de una película.  

Estas cineastas, a diferencia de las de épocas anteriores, integraban un conjunto social sumamente diverso. Algunas nacieron en Lima, pero muchas eran migrantes de primera o segunda generación. Una socialización más liberal, el interés familiar por su profesionalización, y una menor presión para seguir una carrera tradicional, permitió a muchas convertirse en las primeras profesionales de su familia. Para otras, sin embargo, el trabajo detrás de cámaras significó una lucha solitaria y difícil. Muchas llegaron al cine a través de la publicidad, la industria musical y los laboratorios de post producción, mientras que otras a través de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de Cuba, el Taller de Cinematografía de Armando Robles Godoy y el Programa Académico de Ciencias de la Comunicación de la Universidad de Lima. Todas aprendieron el oficio en el camino.

La experiencia vital de estas cineastas fue radicalmente distinta a la de sus madres y abuelas. Los rodajes, coproducciones, festivales y redes regionales les permitieron viajar, descubrir otras geografías y culturas, conocer distintas cinematografías, estilos de trabajo distintos y formas de vivir. Los rodajes, la mística laboral y el compromiso social generaron profundos lazos de amistad y afecto. El limitado acceso a recursos e infraestructura impulsó el trabajo colaborativo: aparecieron las primeras redes, organizaciones y proyectos cinematográficos femeninos, y oportunidades para la representación gremial y el trabajo político. Muchas obtuvieron el reconocimiento de su grupo familiar, social y laboral; la mayoría logró planificar el número de hijos, y, en algunos casos, postergar el matrimonio y la maternidad. El cine abrió la puerta a experiencias completamente ajenas al universo doméstico: el mundo, por fin, comenzó a ampliarse.

Pero a pesar de la gran participación femenina, la presencia masculina siguió siendo mayoritaria: el número de hombres que trabajó durante el periodo de vigencia de la Ley 19327 fue alrededor de mil, casi tres veces más que el de las mujeres.  A medida que las producciones aumentaban, y las mujeres asumían mayores responsabilidades en todos los niveles de producción, empezó a hacerse patente la división sexual del trabajo detrás de cámaras. Entre 1972 y 1992, los roles con mayor participación femenina fueron aquellos vinculados a la logística, el cuidado, el apoyo y el soporte, de menor prestigio y notoriedad: producción, script, maquillaje, guión, dirección de documentales, asistencia de dirección, edición y vestuario. Las jefaturas con mayor participación masculina eran, en cambio, aquellas con mayor reconocimiento y mejor remuneración, vinculadas a la creación y al liderazgo (dirección de fotografía, dirección de noticieros, dirección de largometraje de ficción), así como al manejo de tecnología (iluminación, cámara y sonido). 

Como en otros países de la región, muchas empresas cinematográficas se organizaron a nivel de familias, donde la esposa estaba a cargo de las labores de producción, y el marido de las tareas de dirección. Ambos destinaban el mismo nivel de esfuerzo y dedicación a sus proyectos, pero la distribución del poder y el capital cultural y simbólico era profundamente desigual. Mientras que los directores gozaban de mayor reconocimiento, y un lugar en la historia oficial, el trabajo de las productoras permanecía en un segundo plano (Seguí, 2018), pese a que incluía la búsqueda de fondos, la investigación, la logística del rodaje, el sostén emocional del equipo y la contribución creativa y supervisión de todas las etapas del proyecto, incluyendo distribución, exhibición y ventas. El término producción creativa  (Hill, 2016; Seguí, 2018) es tal vez el que mejor define el trabajo realizado por estas mujeres, capaces de sacar adelante películas con pocos recursos y un alto grado de inventiva, resiliencia y liderazgo, en un país mayoritariamente machista y en crisis permanente.

En 1990, el gobierno de Alberto Fujimori (1990-2000) impuso un proyecto neoliberal, reduciendo al Estado a un rol subsidiario al mercado (Contreras & Cueto, 2000; Rossel, 2015). En diciembre de 1992, se derogaron los artículos relacionados a la exhibición obligatoria que exigía la Ley No 19327 y la fiesta del cine llegó a su fin. Muchas mujeres dejaron el cine, varias apostaron por empezar sus vidas en otro país, mientras otras se dedicaron a la publicidad, la televisión y la academia. Algunas, sin embargo, persistieron. 

La historia de las mujeres en el cine peruano siguió su marcha imparable, escribiendo capítulos nuevos y fascinantes.

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