Sin embargo, los cambios introducidos por la primera modernización iban más rápido de lo que la sociedad limeña podía tolerar. En los debates sobre el sufragio aún dominaba la idea de que las mujeres eran seres emocionales, ignorantes, inmaduros, dependientes y fácilmente manipulables (MIMDES, 2009). El voto municipal femenino, obtenido en 1933, excluía a las mujeres analfabetas. En el plano educacional, sólo cinco mil mujeres habían completado la educación superior en 1940 (Barrig, 2017). La Constitución de 1933 dictó la inevitabilidad del matrimonio: el marido era el director de la sociedad conyugal, y la mujer la encargada de la atención del hogar y la crianza de los hijos. Las mujeres sólo podían trabajar con el consentimiento del esposo o el fallo de un juez, en tareas ‘acordes a las peculiaridades de su sexo’, siempre y cuando no expusieran su buen nombre y reputación, y no se distrajeran de sus deberes domésticos. El divorcio, legal desde 1936, era aún considerado un estigma y una amenaza al orden ‘natural’ de las cosas (Barrig, 2017).