En este universo de tradición y quietud, los hombres y las mujeres de las familias ‘decentes’ vivían bajo ideales y roles de género marcadamente tradicionales. El ideal masculino era el pater o patriarca, hombre de holgada posición económica, dueño y señor de su casa, y habitante natural del espacio público. El ideal femenino jugaba en pared: la mujer debía ser virtuosa, paciente y de buen carácter, y su lugar natural, biológicamente determinado, era el espacio doméstico. La educación de las mujeres, a diferencia de la de los hombres, se limitaba a la instrucción primaria, y apuntaba a prepararlas para ser buenas esposas y, en menor medida, madres. Su presencia y exposición en los espacios públicos amenazaban el honor de los hombres de su núcleo familiar. La Constitución entonces vigente daba a estos roles de género carácter de ley, negando a las mujeres el derecho al sufragio y a ejercer cargos públicos, relegándolas a la esfera de lo doméstico, la subordinación y la dependencia (Mannarelli, 1999, 2018).